Nunca me abandones

Joaquín Medina Ferrer

La vida en subjuntivo

La elección de esta novela, Nunca me abandones, como lectura de nuestro club venía avalada en razón tanto al relativamente  reciente premio Nobel otorgado a  su autor, Kazuo Ishiguro, como a la buena acogida que entre los miembros del club había tenido una película, Lo que queda del día, basada en la novela de igual título de este autor y en la que aúnan esfuerzos tres grandes protagonistas de la historia moderna  del cine: un gran director, James Ivory, y dos grandes intérpretes, Anthony Hopkins y Emma Thompson. Los tres fueron nominados a los premios Oscar de 1994 por esta obra. También es cierto que no obtuvieron recompensa.

En relación a la concesión del Nobel no quiero dejar de mencionar, y es que comienzo a escribir esta reseña el tristemente celebrado día 25 de noviembre (recordemos: 45 mujeres asesinadas en España a la largo de este año), que Ishiguro es el autor  premiado con el último Nobel, 2017. ¿Qué ha sucedido con el Nobel de 2018, el que debía otorgarse  este año?

Esto decía sucintamente el diario El País el pasado 4 de mayo:

Este año, por primera vez desde 1949, no se entregará el Nobel de Literatura. El escándalo de acosos y abusos sexuales en el entorno de la Academia, que ha destapado además una serie de irregularidades en la institución que elige el prestigioso galardón, ha provocado su suspensión. La Academia sueca, que afronta el peor momento desde su fundación en 1786, ha anunciado  que pospondrá la decisión y la entrega del Nobel hasta el año que viene.

Ya vemos que no hay espacio que se libre de la violencia machista. Miedo da pensar, cuando comprobamos que ámbitos como este,  tan aparentemente culto y refinado, no escapan a esa violencia, qué no será lo que pase cuando descendemos a otras esferas. Era lo anterior solo una anotación al margen.

Cuando recibió el premio la biografía de Ishiguro se repasó ampliamente. Como es lógico se debatió bastante acerca de si su mentalidad, y por extensión su obra,  se correspondía con la de un autor occidental -recordemos que nuestro escritor es formalmente, por pasaporte, británico- o si, a la vista de la prueba de los apellidos que, como la del algodón, no engaña, podíamos hablar de un escritor oriental.

Kazuo Ishiguro

Pues, como decía Aristóteles, en el término medio está la virtud. Ni del todo occidental ni del todo oriental.

Cuenta el propio Ishiguro, – que no se atreve a responder a preguntas planteadas en japonés por su deficiente conocimiento de la lengua nipona- , que llegó a  Londres con apenas cinco años y que en aquellos primeros tiempos  de estancia londinense sus padres siempre  le decían que volverían a Japón “el año que viene”… y que no lo hizo ni siquiera ocasionalmente durante  algún periodo vacacional.

En las calles, colegios y pubs de Londres vivió como un inglés raro. Sus gustos y sus aficiones eran similares a los de cualquier inglés. Pero cuando entraba de  vuelta en su casa, Japón se hacía presente. Imagino yo que allí, en su casa y junto a sus padres,  Kazuo sería entonces el japonés raro.

No ha renegado nunca Ishiguro de sus ancestros pese a esa lejanía de Japón. En una carta abierta que dirigía a Salman Rushdie a propósito de la polémica que se suscitó tras la publicación de Los versos satánicos y en la que, como no podía ser de otra manera, manifestaba su apoyo al escritor inglés de origen indio convertido casi en un exiliado del mundo, señalaba Ishiguro su comprensión de esa situación mestiza, enriquecedora sin duda,  en la que ambos vivían. Escribía entonces:

«El ansia de amor, las fuerzas interiores opuestas de alguien que ama y rechaza sus orígenes a la vez, la búsqueda de parámetros morales en un mundo caótico y de cambios frecuentes, todas estas cosas las descubrí maravillosamente expresadas a través de los muchos y diversos caracteres de la novela. Y estoy seguro de que no soy el primero en haber notado en el fondo de la novela, a pesar de su exuberancia y el ruido provocado, una sensación profunda de soledad, el tipo de soledad que se experimenta en medio de una multitud. Habiéndome asentado yo mismo en un país que no es el mío, pude identificarme con muchos de los sentimientos de sus personajes.»

Rushdie, Naipaul, en menor medida Kadaré, el propio Ishiguro…autores todos en los cuales es difícil deslindar qué es lo occidental, lo perteneciente a la vieja Europa y qué lo indio, lo trinitense, lo albanés  o lo japonés.

Cuando apenas había comenzado a leer  Nunca me abandones alguien me dijo que la novela transcurría con la delicadeza y la morosidad de una composición japonesa. Al hilo de aquella conversación recuerdo haber hablado de estética zen, de haikus, de grabados japoneses y hasta de mangas. Recuerdo también que la conversación se alargó hasta terminar hablando   acerca de si sería posible que el origen, nuestros antepasados, nuestra nación en el sentido romántico del término, la volkgeist  germana de Schiller y Friedrich, de alguna manera nos marcase, ¡y hasta nos contaminase!, de modo que  nos obligase a ser como somos incluso contra nuestra propia voluntad.

En esas estaba yo cuando cayó en mis manos un breve texto de Ishiguro. Un pequeño artículo en el que, como muchos otros artistas hacen, explicaba el porqué de una determinada forma de escribir. Y resulta que, ¡sorpresa!, esa escritura tan ¿arrastrada? bebía de fuentes europeas. Ishiguro confesaba que él también había comido la famosísima madalena proustiana. ¿Para qué contarlo si tenemos sus palabras?

 En esa época, un virus me obligó a pasar varios días en la cama. Cuando quedó atrás lo peor y ya no estaba el día entero dormitando, descubrí que el objeto duro cuya presencia entre las sábanas me había estado molestando todo el rato era un ejemplar del primer volumen de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Y ya que lo tenía a mano, me puse a leerlo. Quizá contribuyese el que todavía tenía fiebre, pero el hecho es que me quedé obnubilado por el arranque del texto y las partes dedicadas a Combray. Las leí una y otra vez. Aparte de la absoluta belleza de esas páginas, lo que me entusiasmó fue el modo como Proust hacía que un episodio llevase al siguiente. La ordenación de los acontecimientos y escenas no seguía la lógica de la cronología, ni la de una trama lineal. En lugar de eso, eran las asociaciones tangenciales de los pensamientos, o los caprichos de la memoria, los que parecían arrastrar a la escritura de un episodio al siguiente. A veces me preguntaba: ¿por qué la mente del narrador ha colocado juntos estos dos momentos en apariencia inconexos? Y de pronto descubrí una manera interesante y más libre de escribir mi segunda novela; un planteamiento que enriquecería las páginas y ofrecería movimientos internos imposibles de capturar en ninguna pantalla. Si podía saltar de una situación a la siguiente siguiendo las asociaciones mentales y el vaivén de los recuerdos del narrador, podría escribir de un modo similar a como un pintor abstracto distribuye formas y colores en el lienzo. Podría colocar una escena de hacía dos días junto a otra de veinte años antes, y pedirle al lector que reflexionase sobre la relación entre ambas. Empecé a pensar que de este modo podría sugerir las múltiples capas de autoengaño y negación que envuelven la visión de cualquier persona acerca de sí mismo y su pasado.

Y, volviendo ahora a nuestra lectura, he de confesar que con esta novela me ha sucedido algo curioso. Me está gustando más cuando va pasando un tiempo prudencial desde su lectura. Normalmente el proceso lógico, al menos en mi caso, es el de ir olvidando los detalles y hasta la temática general del libro cuando va transcurriendo el tiempo. En el caso de este Nunca me abandones  que nos ocupa hubo un momento en que las andanzas de Ruth, Kathy y Tommy dejaron de interesarme.  Solo muy de vez en cuando surgía algo en esa especie de río de aguas mansas en que se convertía la novela que me sobresaltaba. La estructura me parecía tan decididamente plana…

El libro se dejaba leer pero yo me preguntaba a mí mismo si era necesario un tono  de tan baja intensidad. Me preguntaba, medio en broma, qué había sido antes, si el donante o la criada. El argumento me parecía que encajaba mejor con una de esas novelas típicamente inglesas en las que se narra la vida en un college más o menos elitista y  en el que termina siendo decisiva una competición deportiva para entender la historia contada que con una novela distópica y aparentemente trascendental.

Hasta que, de pronto, caí en la cuenta de que esta manera de narrar, totalmente intencionada por otra parte, puede que fuera necesaria para dar el tono adecuado a lo que la novela plantea como argumento. Una novela que describe unas vidas que debían ser monótonas, las de los colegiales de Hailsham, puestas al servicio de un modelo sanitario, (si se permite el término), que garantizara a los miembros de la  sociedad inglesa  una vida centenaria. Las vidas de unos jóvenes estudiantes  que saben, porque de alguna manera lo saben, que su vida es diferente a la de los demás; que su vida es tan de paso que no importa cuál es el origen de cada uno de ellos, porque todos saben, de alguna manera lo saben, que lo más importante y trascendental de ellas, aquello para lo que han vivido será lo que los lleve a la muerte.

Repasemos, siquiera brevemente, el argumento de la obra:

Una chica, Kathy H., de unos treinta años de edad, cuenta las vivencias que se desarrollan desde que compartió escuela, la Hailsham citada más arriba, con unos compañeros con los que mantuvo una más que íntima amistad, Tommy y Ruth.

La estructura de la novela divide el tiempo en tres partes. La primera se corresponde con el periodo pasado en la escuela, periodo de aprendizaje en el que arte y deporte parecen ser asignaturas básicas y que nos hace creer en una especie de Summerhill a medias entre la educación victoriana y la hippie. La segunda con el que pasan nuestros tres protagonistas en una segunda residencia, las cottages, fase de preparación  y a la vez de espera para su ulterior destino y en la que al modo de las novelas de iniciación asistimos al descubrimiento del sexo y al de las relaciones de poder en grupos formalmente “de iguales”. La tercera y última de las fases va de la mano del trabajo de Kathy como cuidadora; aunque ya desde el principio supiéramos que Kathy era cuidadora será ahora cuando sepamos qué es lo que se encargaba de cuidar.

Y a lo largo de estar tres partes  Ishiguro irá dejando caer, como con cuentagotas palabras tales como donante, posible, cuidador, aplazamiento, custodio, guardián, cumplimiento… no recuerdo que aparezcan otras como clon o androide, pero finalmente todos acabamos conociendo qué es lo que se cocía en aquellas escuelas aparentemente idílicas. Surge de manera inevitable la comparación con otras obras que aún siendo distópicas,  e incluso  de decidida ciencia-ficción, plantean un dilema moral más o menos similar. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? la novela que inspiró Blade Runner. Por supuesto El cuento de la criada. También La isla del doctor Moreau. En todas y cada una de ellas varía el argumento, pero late una misma pregunta.

La mayoría de los lectores supongo que reaccionan tras leer la novela manifestándose a favor o en contra de las distintas tesis que se intuyen.   Surgen defensas airadas acerca de si es  humano o no buscar la inmortalidad a  costa del sacrificio de otro, de si la ciencia debe obedecer  o no a un principio ético, de si es posible o no la clonación de seres humanos en este mismo instante, de si debe haber o no algún tipo de cortapisa legal a la investigación… y mientras mi mente se va por otros derroteros.

Uno de ellos, será deformación profesional, intenta averiguar cuáles serían las diferentes motivaciones y actitudes con las que cada uno de las profesoras de Hailsham se enfrenta a su trabajo. No ha dejado de parecerme curioso que las personas encargadas de educar sean precisamente mujeres. Escribo de memoria y puede que me equivoque, pero creo que son exclusivamente  mujeres, ¿como si fueran unas nuevas madres o al menos ocuparan su papel?, quienes se encargan de preparar a los alumnos para la vida en este estadio inicial de su formación. Y entre ellas encontraríamos las que presumiblemente desempeñarían su trabajo de manera cuasi funcionarial; las que sufren como propia la condición vital de los alumnos y se desgarran por dentro viendo cómo se les educa en el engaño; la que se conmueve cuando ve a Kathy acunando a un imaginario bebé  («Baby, baby, baby…»)mientras suena la canción de Judy Bridgewater que da título a la novela; las que pretenden intuir un atisbo de humanidad, de alma, en estos seres que llevan marcado a fuego en su piel una marca atroz. Nacidos para donar. Me pregunto qué habría hecho yo en una situación así. Qué habríamos hecho cada uno de nosotros.

Hablaba de derroteros. Leía el libro y conforme se acercaba el final más aumentaba mi desasosiego. Algunas veces hemos hablado y comentado  en relación a  libros que hay que leer mientras se te remueven  las tripas. Con este  Nunca me abandones me ha pasado algo así. No podía dejar de pensar mientras me acercaba a ese dolorosísimo epílogo en lo puñetero que es el destino. En cómo juega con cada uno de nosotros lanzando al albur unos dados sin sentirse partícipe del resultado de la tirada. Como si ese gesto no tuviera trascendencia alguna. El azar. El azar que hizo de Kathy, de Ruth y de Tommy unos donantes en lugar de unos posibles. Fueran estos oficinistas, prostitutas o cantantes de rock. Seguro azar, decía Salinas. Caprichoso azar, cantaría Serrat. ¡Puto azar!

Y desde que finalicé la lectura no consigo sacar de mi mente una  imagen que se me ha quedado grabada. Veo a Tommy tumbado en la camilla en la que lo llevan camino de su cumplimiento. Veo cómo gira la cabeza en la que será su  última mirada a Kathy. Veo cómo implora más vida para vivir todo lo que hubiera querido vivir. Todo lo que hubiera podido vivir de haber sido el azar más benévolo.  El enfermero empuja con decisión. Ha de ajustarse al  horario previsto para las intervenciones quirúrgicas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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