Acabo de leer, de releer más bien, Madame Bovary. En la reunión del Club de lectura, comentamos las características de este personaje de ficción, uno de los más señalados de la historia de la literatura. Después hacemos comparaciones con otros personajes femeninos más o menos similares e intentamos indagar en la psicología de Emma.
Finalmente dictaminamos: Emma era perversa, Emma era infiel, Emma era alocada, Emma era soñadora, Emma era mala persona, Emma era derrochadora, Emma era mala madre, Emma, Emma, Emma…creo que de todos los asistentes a la reunión fui yo el único que defendió a la pobre y vituperada Emma.
Y no somos nosotros los únicos en tener claro cómo era Emma. Este fin de semana sin ir más lejos veía en televisión una película francesa, Le prénom, en la que la calificaban de neurasténica. Parece que las opiniones negativas están más que generalizadas.
Y sin embargo hubo otra época en la que la opinión fue bien distinta. A finales de los setenta cuando el feminismo militante comenzaba a mostrarse en los estertores de la dictadura franquista Emma Bovary casi fue considerada un símbolo de la liberación de la mujer, cual reencarnación de la libertad ahora guiando al pueblo femenino frente a la opresión machista. ¡Y tampoco es eso!
Decía Flaubert, preguntado por la identidad de Madame Bovary, en una frase de esas que pasan a la posteridad, que “Madame Bovary c’est moi”, pero ¿quería decir con esa respuesta que se identificaba con la protagonista?
Estoy por asegurar que Flaubert hubiera respondido de igual modo si le hubieran preguntado quién era Charles Bovary, quién Homais, quién Justine, quién León o quién Rodolphe, en definitiva cualquiera de los personajes que aparecen en la novela hubieran sido “él “.
En una entrevista al novelista inglés Martin Amis leo que al ser interrogado por el periodista de manera similar a como lo fue Flaubert contestaba que un autor era, ante todo, “everyman “.
Y es que Madame Bovary es tal vez la primera gran novela en la que su protagonista principal deja de ser ejemplo de bondad, para ser, simplemente- nada más y nada menos-, una persona normal, con sus virtudes y sus vicios, con sus apariencias y sus secretos, poliédrica y contradictoria.
Poco más de treinta años después de que Flaubert diese fin a Madame Bovary y con ella cambiara el concepto que se tenía de lo que era una novela, otro artista, Claude Monet, revolucionaba el mundo de la pintura.
Monet, el creador del impresionismo, impulsor d ela pintura al aire libre, realiza un profundísimo estudio de cómo los cambios de luz y de atmósfera cambian a su vez la percepción que tenemos de una obra en principio, y casi por definición, estática e inmutable.
Una obra, una sólida arquitectura pétrea que podría objetivarse y ponernos a todos de acuerdo para definirla de igual manera, varía de manera significativa simplemente al pasarla por el tamiz solar. Esta idea, la de que las cosas no son como son sino como las vemos, da vueltas y vueltas en la cabeza de Monet hasta que, finalmente en 1891, se decide a intentar demostrarla.
Claude Monet, el padre de los impresionistas, elige como ejemplo para desarrollar su teoría la Catedral de Rouen, la misma catedral que, en la distancia, acompaña los paseos galantes de Emma y León; una catedral que imaginamos cercana al hotel de sus encuentros; una catedral cuyas campanadas distraerían al barítono que canta en el teatro las aventuras de Lucía di Lammemoor… la misma catedral donde Emma y León se citan a las once de la mañana.
“La iglesia, como un camarín gigantesco, se preparaba para ella, las bóvedas se inclinaban para recoger en la sombra la confesión de su amor, las vidrieras resplandecían para iluminar su cara, y los incensarios iban a arder para que ella apareciese como un ángel entre el humo de los perfumes”
Monet, hombre metódico y tranquilo se lanza como un poseso a pintar más de cuarenta veces la catedral de Rouen a todas las horas del día. Amaneceres y ocasos, cielos límpidos y brumosos, lluvias y soles espléndidos, todos los momentos son inmovilizados, diríamos que son como congelados si utilizáramos una expresión más moderna y fotográfica
El resultado, una genial serie de imágenes de estructura idéntica pero radicalmente distintas.
Podemos apreciar en todas ellas las dos torres góticas, también vemos arcos ojivales y pináculos, distinguimos los tres pórticos, – uno de ellos, el de la Marianne dansante fue el lugar del encuentro de nuestra Emma con León-, observamos también el rosetón por el que la luz penetraba en las naves…pero, ¡ojo!, si nos acercamos demasiado no veremos nada, todos los colores se confundirán entonces en nuestro cerebro. Para saborear la belleza de estas obras hemos de tomar distancia.
Y quizás debamos hacer lo mismo para juzgar a Emma Bovary, tomar distancia y contemplarla con todos sus matices, como una mujer del siglo XIX en un ambiente rural y cerrado; educada por las monjas ursulinas pero rebelde ante ellas; una mujer casada con un hombre que “la elige” por su belleza y su buena dote y que se siente feliz si la carne ha sido satisfecha; una mujer que, en 1850, está convencida de que el amor debe ser algo más; una mujer dispuesta a abandonar todo para huir con su amado pero a la que su hombre “deja colgada”; una mujer que reacciona indignada, ¡ no estoy en venta!, cuando un “honrado” notario intenta “cobrarse en especie” la deuda no satisfecha…una mujer…
Igual que la luz del sol y el momento del día cambian nuestra visión de la catedral, cada uno de nosotros ve a Emma de distinta manera, siendo siempre la misma Emma, una única Emma, dependiendo de nuestro estado anímico, de nuestros prejuicios…
¿No podríamos ser todos algo más benévolos en nuestros juicios? ¿No merece Emma un poco de nuestro aprecio ?
Si de algo era culpable Emma paga con creces. Paga doblemente, con su vida mientras vive y con su vida otra vez cuando muere.